La matanza de 34 personas en la ciudad ucraniana de Sumy, mientras celebraban el Domingo de Ramos, sólo hace más lacerante la dócil estrategia negociadora que la Administración Trump está siguiendo con el Kremlin.
Porque el bombardeo llega menos de 48 horas después de que el enviado especial estadounidense para Oriente Medio, Steve Witkoff, se reuniese en Moscú, entre muestras de complicidad, con Putin, para acelerar el acuerdo de paz o, al menos, de una tregua. Y el mismo día en que el portavoz del Kremlin aseguraba que las conversaciones con Washington para encontrar una solución al conflicto en Ucrania avanzan "muy bien".
Resulta difícil sostener, como hizo Witkoff, que Putin está interesado en la paz después de este ataque aéreo de inusitada crueldad, dirigido deliberadamente contra la población civil.
De hecho, desde que Trump inició sus negociaciones con el Kremlin, Putin no ha atemperado la ofensiva como muestra de buena fe, sino que ha intensificado los ataques contra civiles. La semana anterior, un bombardeo sobre Kryvy Rih dejó casi veinte muertos, entre ellos nueve niños que jugaban en un parque infantil, mientras el portavoz del Kremlin visitaba la Casa Blanca, y Trump afirmaba que el acuerdo entre Rusia y Ucrania "está más cerca".
Y no sólo han aumentado un 30% las muertes de civiles ucranianos respecto al año pasado, cuando la Administración Biden mantenía una posición hacia Rusia opuesta a la de Trump. El giro conciliador de Washington tampoco ha impedido que Moscú esté preparando una nueva remesa de 150.000 soldados para enviarlos al frente a lo largo del año.
Es evidente que Putin no está por la labor de explorar ninguna tregua. No se ha sentido vinculado por el acuerdo de alto el fuego de 30 días que acordaron EEUU y Ucrania. Y ha continuado sus ataques sobre suelo ucraniano como si ni siquiera existieran conversaciones diplomáticas con Washington.
Pero este desdén no parece suficiente para que el equipo de Trump rectifique su método. En lugar de considerar los ataques contra objetivos civiles como una afrenta a la vía diplomática, Washington quiere hacerlos pasar por una ratificación del acierto de su búsqueda de la paz.
El enviado estadounidense para Ucrania y Rusia, aun concediendo que el ataque de Samy "traspasa cualquier límite de la decencia", insiste en que "por eso el presidente Trump se esfuerza por poner fin a esta guerra".
Es un nuevo pellizco de monja que no sirve para enjuagar moralmente que Trump está dispuesto a asentir a las exigencias territoriales de un criminal de guerra, y a dejar a su país exento de su universal cruzada arancelaria. Más allá de haberse reconocido "molesto" al ver que los bombardeos contra Ucrania no se han detenido una vez iniciadas las conversaciones, su Administración no ha ejercido medidas de presión significativas contra Moscú.
Lo único semejante a una muestra de hartazgo de Washington con el Kremlin fueron las palabras de Marco Rubio a comienzos de mes, cuando aventuró que si Putin pretende escudarse en maniobras dilatorias, EEUU revisará su política hacia Rusia.
Rubio argumentó que "los ucranianos han mostrado una voluntad de aceptar un alto el fuego completo con el fin de crear espacio para la negociación", por lo que "bastante pronto, no dentro de seis meses, Putin deberá tomar una decisión sobre si va en serio sobre la paz o no".
La obstinación del Kremlin en los ataques contra civiles debería bastar para que Washington concluya que no va en serio sobre la paz. Lo cual no sólo desacredita la idea de la solución negociada para la guerra de Ucrania (al menos en los términos de Trump), sino la misma idea de sentarse a negociar con Putin, que no ha dejado de demostrar que incumple todo arreglo al que se compromete.